martes, 18 de marzo de 2008

El lenguaje del río


M. Martínez Forega

Ocurre a veces (¿lo habéis observado?) que el simple movimiento de una rama, donde se esconde un mudo carbonerillo, es la señal que desencadena en el río toda una actividad hasta ese preciso instante impensable. Hoy quiero dirigirme a esos pescadores que se imbuyen del entorno, que se «ambientan», vamos; que observan cada detalle, cada giro de la brisa o doblez de los cálamos. Tantas veces el casi inapreciable ascenso o descenso de la temperatura nos ha jugado malas pasadas que uno debe ir acostumbrándose a que esos pequeños detalles no le pasen desapercibidos. ¿Os habéis fijado en cómo las libélulas permanecen pacienzudamente estáticas sobre los sargales y sobre las arrogantes higrófilas sobresaliendo del agua? ¿Y habéis visto cómo, de repente, su estatismo escultural se vuelve agitación y vuelo simultáneamente? Algo ha pasado en el río, desde luego. Son los síntomas, los signos, las señales del río, del ambiente del río. Una eclosión, sin duda, pero ¿dónde?, ¿de qué? Tantas veces lo ignoramos, tantas veces fracasamos, tantas veces la trucha, pese al menú, continúa en su sitio asolándose que no tenemos más remedio que ir haciendo acopio de estos rasgos vivos del río para traspasarlos al cajón de la memoria. Se nos olvida luego (a mí, por lo menos), pero acaso sea mejor así. Mi amigo Félix, sin embargo, observa esos signos y los interpreta dentro de una casuística que bien podría asemejarlo a las prácticas adivinatorias. El caso es que no suele errar y no sé cómo lo hace; no tengo su habilidad traductora. Si en pleno verano libélulas y caballitos del diablo nos advierten de que «algo» ocurrirá, en primavera y otoño son los andarríos y los arañeros los que nos «dicen» que otro «algo» va a suceder. Su actividad frenética, su vuelve y torna, sus perseverantes aterrizajes en las orillas o en las piedras del cauce sin que nuestra presencia les intimide son, por supuesto, otras tantas señales que el río nos lanza como reto a nuestra capacidad de interpretación. Otro amigo mío (Antonio) que, además de pescador, es poeta, me decía que cuando escuchaba trinar a los pájaros las truchas picaban. Ello sucedía tras un silencio ambiental sólo perceptible cuando uno reparaba en el estruendo repentino de los trinos. Nunca pude contrastar su afirmación, pero seguro que él sí le encontraba sentido. «El Rada», otro buen amigo, pescador ribereño finísimo, sólo tenía que comprobar con sus manos la temperatura del rocío matinal para saber si merecía la pena ponerse a pescar o dejarlo para más tarde. En tales circunstancias, más de una vez he hecho yo el pardillo intentando sacarle una trucha al agua mientras él llenaba su talego de caracoles; y, cuando yo ya estaba cansado y frustrado, «El Rada» cogía su caña, lanzaba la cucharilla y ¡zas! trucha al canto. «El Rada» traducía a las mil maravillas ese signo del río, río vivo y de mil caras; a él, una de ellas, al menos, no se le despintaba. Otro colega era más explícito en esto de interpretar las señales, y se adentraba en las oscuridades de sus misterios de manera decidida. Su operación consistía en meterse en el agua, acercarse hasta los tallos hundidos de los cañaverales y deslizar las manos de abajo a arriba sobre un manojo; luego observaba lo que había en sus palmas y actuaba en consecuencia; a veces, ni siquiera actuaba. Le bastaba comprobar qué bichos o qué otra cosa quedaban adheridos para ponerse o no a pescar. Confieso que nunca supe ni pude traducir ese signo oculto (debía de ser secretísimo), entre otras cosas, porque, siempre que le preguntaba sobre ello a Daniel ―que así se llama el colega―, se limitaba a responder: «cosas mías». Y también confieso que, aun apercibiéndome de muchos de esos síntomas vitales del entorno natural, jamás pude darles un significado correcto, seguramente porque deben de ser pocos lo que saben hacerlo. He citado a Félix, a Antonio, a "El Rada" y a Daniel porque son cuatro de los especiales traductores de signos que yo conozco. Habrá otros, seguro; pero estoy convencido de que somos muchos los incapaces, y otros muchos más los que ni siquiera se enteran de que el río vive y se manifiesta de muchas maneras, y nos habla con su lenguaje, un lenguaje que sólo unos pocos comprenden.

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