martes, 18 de marzo de 2008

Elogio de la cucharila

M. Martínez Forega

Silencio sobrecogedor. El rocío prende en la vegetación y pende de sus hojas. Cualquier paso, aun leve, desencadena una lluvia ligera y fresca que cae divina desde árboles y arbustos. Es hora de lavarse la cara con esa agua limpia, prístina. Es la hora del alba. La fauna nocturna se ha escondido, pero esos brevísimos segundos, hasta que escuchamos el primer trino desperezador de la fauna diurna, nos ha encogido el corazón con su mutismo natural, sobrenatural casi. Sube la temperatura un par de grados, suficientes para que el cejo se levante y se convierta en la brumilla sedosa e irisada que apenas unos minutos antes era colcha, sábana neutra e incolora cubriendo la flora y el agua. También el corazón pesca, y los sentidos.
Esa hora es la hora de la cucharilla (de la «cucharita», como se llamó hasta finales de los años 50). Mi generación aprendió a tender sobre la mano la hermosura de la trucha a tirones de cucharilla o a tentones de draga o de lombriz. Aunque a mí, particularmente, en seguida me atrajo la agilidad de la cucharilla, la comunión directa con su movilidad y el recorrido de grandes distancias por las orillas entreveradas de gateras y vadeos superficiales. Y no he dejado esta práctica, que, ocasionalmente, sigo ejerciendo con menos énfasis físico, pero con no menos hincapié emocional. Aquellas canículas de julio, en el centro del día, cuando abrumaba la sed y se aguantaba el hambre sujetos todos los latidos a la sorpresa de los grandes ejemplares, tampoco acaba de borrarse de mi memoria.
Soy de los que piensan que las técnicas de pesca están íntimamente ligadas al carácter y resulta impertinente, cuando no despreciable, colgar sambenitos a quienes se aplican a cada una de ellas sin tener en cuenta esta circunstancia. La peor parada de todas es precisamente la de la cucharilla. Pese a que su práctica sigue siendo la más estandarizada y constituye la base del aprendizaje de nuevas generaciones de pescadores (también soy de los que creen que la difusión de este deporte entre la adolescencia marginaría muchas horas de «botellones» y muchas otras de videojuegos y de cuelgues internáuticos). Sin embargo, debido a un prurito puramente magalómano, se ha introducido entre ciertos pescadores un concepto de «clase» que tiende a considerar la cucharilla como una técnica marginal o que debiera marginarse. Esta actitud —salvo las oportunas excepciones propias de espíritus abiertos, de horizontal mirada— se ha extendido, sobre todo, entre algunos de los practicantes de «cola de rata» (que mi maestro Fortunato llamaba más afortunadamente «látigo»). Me refiero a ese grupo disperso de pescadores a los que parece que les asiste una revelación testifical permanente que pone en evidencia la infalibilidad y superioridad de su técnica sobre todas las demás y que, por supuesto, alcanza el grado ex cathedra (que eso es lo que significa este latinajo: «de manera infalible»), hasta el punto de que vienen designando con el despectivo término de «chatarreros» a los aficionados a la cucharilla. Semejante postura sólo puede provenir de una explícita descalificación (?) que denuncia una peor actitud clasista, y no valen aquí los paños calientes que suelen señalar a estos calificativos como «cariñosos», pues proceden de una convicción profunda de todo lo contrario. Y estamos juzgando la pesca con cucharilla de un solo anzuelo «muerto», cuando ya se ha dulcificado su agresividad original y se ejerce la suelta de la captura. La marginación también alcanza a los pescadores de mosca ahogada (a los que se distingue «cariñosamente» con el adjetivo «peloteros», pero ya hablaremos otro día de estadísticas). Asistimos, por lo tanto, a un empeño por construir, dentro de la pesca, una especie de stablishment técnico compuesto por aquella minoría (insisto en la minoría, porque es, aunque escandalosa, una minoría entre los pescadores de «seca») que pretende fundar una clase high standing perfectamente diferenciada. Vélez de Guevara, por boca de El Diablo Cojuelo, definía a este tipo de personas como aquellas que miran «con la barba sobre el hombro». Y, en efecto, más parecen dedicadas al pilotaje de aeronaves que sencillos pescadores imbuidos de emociones. Salen de su boca palabrejas aprendidas de memoria en los manuales, arrumbándoseles los labios por seguiriyas a la vez que enarcan las cejas en un grave gesto de cómplice entendimiento mientras dejan apoyados en la pared de los comedores públicos sus tubos de aluminio para disipar cualquier duda acerca de su calidad distintiva: moi voici! (¡aquí estoy yo!, quiero decir).
A mí, de vez en cuando, me gusta cantar por mañanitas (esto es, como un «cantamañanas», epíteto que hago mío porque me lo asignó un amigo al que me encontraba cada amanecer cuando yo salía de casa a pescar «con cucharilla» y él entraba de medio lao a dormir sin encontrar la luz... ¡ni la cama!) y no echar mano necesariamente (aunque también) de la poly wing o de la ninfita a la deriva. Prefiero caminar, hacer largos recorridos acompañado de la nerviosa intensidad del lance rápido: aquí, allá, frontal, paralelo, diagonal, en las posturas y en los terrenos insospechados, tentar con lentitud a las truchas asoladas, hacer surgir de su amago a la trucha entoperada... Verter sobre el agua esa dosis de instinto virtual que la trucha necesita para imprimir al ataque su velocidad y fortaleza mayúsculas y reales. Y esto sólo lo consigue la pesca con cucharilla, que tiene una ventaja añadida para el pescador emotivo; no otra que la posibilidad de apreciar la diversa fisonomía del río, sus hechuras cambiantes a lo largo, a lo ancho y a lo alto, adaptarme a varios de sus perfiles y no solamente a uno.
Huyo así, de cuando en cuando, de la gratuita intelectualización de la pesca à la sèche, de sus monocordes escenarios. Me niego —me he negado siempre— a abandonar de forma definitiva la cucharilla, del mismo modo que he rehusado dejar al desgaire del olvido la mosca ahogada. Que no es el mismo olvido con el que tildaríamos a esa minoría tan fashion, disciplinada en el diseño, pero casi con toda probabilidad desconocedora de que su exclusivista preferencia fue práctica natural sin alharacas del pueblo ribereño, y que el renegado neoclasicista Diego de Torres Villarroel de él aprendió su práctica, y que el poeta Francis Jammes consumó su perfección aleccionado por las enseñanzas de aquel pueblo, y que los estadistas Lloyd George, François Lebrun, Winston Churchill o Franklin D. Roosevelt debieron, muy sensatamente, acudir a la didáctica (ésta, sí, infalible) de aquel pueblo de las riberas, naturalmente sabio, sin el artificio de la imagen que para aquellos (entre otros) descreídos «mosqueros» creó —eso sí, con todo el cariño— nuestro barroco: «asnos con cascabeles». Robert Altman, excelso bluesbreaker, muerto prematuramente en accidente de tráfico, siempre incluía en alguna parte del grafismo de sus discos (incluso en uno fue la portada) una fotografía suya pescando truchas «con cucharilla».
Decían los clásicos griegos, más decididamente el célebre Olpiano, que «la revelación del arte de la pesca fue uno de los regalos más excelsos que los dioses concedieron a los hombres».
Dentro de ese arte, la cucharilla fue vanguardia. Y añado: sé que todo sabio gana cada día un enemigo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me llamo Ibón y escribo en nombre de un grupo de pescadores alaveses reunidos en torno a "Kulturtrucha" (formado por profesores de enseñanza media y superior y de carácter exclusivamente deportivo). Tanto Andrés como Joseba, Emilio, Karlos, Deme y yo mismo, estamos muy de acuerdo con lo que dices y quisiéramos manifestar nuestra opinión de lo necesario que es ir eliminando los prejuicios que se han instalado progresivamente entre las prácticas de pesca y que hacen de la cucharilla "la oveja negra" entre ellas. Nosotros pescamos casi todo tipo de peces con esta técnica (bass, lucio, trucha, siluro...) y hemos recorrido muchos lugares buscando la satisfacción que proporcionan las grandes marchas pescando con cucharilla. No queremos presumir de cultos, pero sí que podemos decir con orgullo que estudiamos de cerca las especies y los entornos en los que viven y nos preocupamos por los trabajos que se publican sobre estos temas. Por eso queremos también decir aquí que defendemos la forma en que está escrito el "Elogio de la cucharilla" porque no sólo manifiesta una opinión respetable y para nosotros acertada, sino que es un texto bello, escrito con elegancia sin que le falte pimienta y del que debería contagiarse todo el mundo.
Por lo tanto, queremos dejar constancia con este comentario de dos elogios: el de la cucharilla, por supuesto, y el de tu elegancia.

Ibón Morebieta Lascuz

Manuel Martínez Forega dijo...

Gracias, amigo Ibón, y hazlas extensivas a tus colegas. Pero no puedo evitar el rubor que me producen vuestras palabras; por eso, mi gratitud es doble. Si queremos mantener la pesca en los ríos, deberemos ir un poquito más allá del simple ejercicio lúdico y, en efecto, estudiar los asuntos que afectan al río desde todos los puntos de vista. En este blog, aunque cabe de todo, está pensado principalmente para soslayar prejuicios y para que sirva de enganche a las buenas prácticas de pesca y medioambientales.
Saludos.
MANUEL