En 1960 (tenía yo ocho años), oí decir en Molina a Fortunato: “He visto a un pescador con una caña muy pequeña que llevaba en el hilo un trozo de hierro ¡y pescaba truchas! ¡Las truchas se ‘comían’ el hierro!” Conservo nítidamente en mi memoria las palabras y la imagen de aquel afable pastelero y pescador de lombriz con cañón de cuatro metros. Lo que Fortunato no sabía era que aquel otro pescador “con caña muy pequeña” (de pesada fibra de vidrio,) era un puertorriqueño que estudiaba Medicina en Zaragoza y que acompañó a mi familia un verano para conocer Molina. Manuel −que así se llamaba− vivía en Springshow, estado de Georgia, en EE.UU, donde se hartaba de pescar black bass con cucharilla (con “cucharita”, como entonces se llamaba). Para él, resultaba natural este tipo de pesca; sin embargo, era sorprendente para Fortunato.
Las técnicas han cambiado muchísimo en poco tiempo. Los pescadores también. Y, las truchas, no digamos: Si no se actúa con urgencia, es muy probable que en mucho menos tiempo del que ha pasado entre las palabras de Fortunato y éstas, la trucha común corra en España la misma suerte que el lince. ¿Pensó alguien, por ejemplo, que desaparecería el cangrejo autóctono?
Pero este preámbulo no es sino mero pretexto para considerar, precisamente, las consecuencias de determinadas actuaciones que se ejercen sobre el río. Podría haberme remontado a las sugerencias de Diego de Torres Villarroel o de Isaac Walthon, ambos, además de magníficos escritores dieciochescos, pescadores vocacionales cuando había truchas por doquier; seguro que su ocio era bastante más atractivo y muchas de sus advertencias pondrían hoy en tela de juicio prácticas condenables que, aun compartidas por algunos desaprensivos pescadores, apuntarían directamente a la Administración, a sus leyes de vedas, a la permisividad que muestran las autoridades con los vertidos contaminantes; con las compañías eléctricas ―denunciadas pero sordas―; con los cauces cedidos a las piscifactorías; con la perversidad ambigua de la “pesca científica” que, como técnica avanzadísima (“científica”, nada menos, se llama) para sí guardan los gestores mediambientales, quienes, por lo general, muestran −el hábito no hace al monje− una preocupante ignorancia. Esta técnica tan pomposamente dicha “científica” consiste, lisa y llanamente, en electrocutar a las truchas, capturarlas a porrillo y llevárselas a no se sabe dónde (oír, se oye de todo). Por lo tanto, además de someter a las truchas a tortura, tiene como “benéfica” finalidad desnudar a un santo para vestir a otro o a otros y, encima, sin contraprestación: El santo desnudo, desnudo queda, para su vergüenza y tiritando. Cierto es que se hacen estudios sobre poblaciones, grado de pureza genética y reserva de reproductores, pero me temo que tales análisis sirvan sólo para comprobar los efectos que tienen todas aquellas prácticas citadas −repito: prohibidas y frecuentísimamente no sancionadas− en la supervivencia, vitalidad y progreso de la especie.
Uno se pregunta si, en efecto, será esa su finalidad y no otra, pues a la vista está que la población de truchas ha disminuido sustancialmente, y es éste un criterio generalizado entre los pescadores (¿no han llegado a la misma conclusión los “científicos”?; y, si lo han hecho, ¿qué medidas piensan tomar? ¿Tienen ya alguna en su cartera? ¿Cuál?). De momento, lo que sí se observa es que, desde hace demasiado tiempo, la guardería de los cotos y del río en general brilla espléndidamente por su ausencia (en el río Gallo, no obstante, este aspecto ha mejorado notablemente con la presencia de jóvenes guardas forestales que se toman muy en serio su tarea. Que dure, por favor, que dure). Un dato: mi experiencia personal me dice que, en los últimos diez años, sólo dos veces se me ha requerido la documentación en los ríos de Cuenca y de Guadalajara, a los que me acerco unos treinta días al año; en Huesca, sin embargo, se me ha solicitado cuatro veces en el último año, incluso en zonas casi inaccesibles como pueda ser el coto de Bujaruelo. El contraste me parece más que ilustrativo del interés y el cuidado que se presta a la pesca deportiva por unas autoridades y otras, en unas Comunidades y otras.
Es verdad que el furtivismo hace mucho daño y, por ello mismo, debe ser perseguido; y todos sabemos que el único poder disuasorio que entiende el furtivo es la vigilancia y la sanción correspondiente en su grado pertinente de severidad. Sin embargo, no es el furtivo el pescador que abunda. Tengo la certeza de que existe entre los pescadores una mayor preocupación por la conservación que por la agresión, y son hoy mayoritarias y palpables las conductas que tienden hacia el concepto estrictamente deportivo de la pesca y el uso de técnicas y señuelos menos agresivos. Ahora bien, de esto no puede jamás colegirse que la Administración deba aplicar a la mayoría los criterios que sí debe imperativamente ejercer sobre aquella minoría de furtivos. Asistimos actualmente a la consideración del pescador deportivo como un implícito violador de las normas, como un “tapado”, como un sistematizador del delito, como si fuera él el responsable de la decadente fisonomía biológica de los ríos: El trato, el lenguaje utilizado, las maneras (al menos, en lo que a mi experiencia concierne) distan mucho de ser las que debería exigirse a una elemental cortesía, al entendimiento, a la introspección del prójimo, porque sí, debo decirlo: De las dos veces que en esos diez años se me pidió la documentación, en una de ellas (¡tiene miga la cosa!) fui sancionado “por no llevar conmigo la licencia de pesca”; por habérmela dejado en el coche, cuestión de esperar diez minutos, vamos. El S.E.P.R.O.N.A. aplicó a rajatabla la norma, pero −lo advirtió sabiamente Valle-Inclán− la norma jamás puede estar por encima de la razón. ¿Con qué criterio puedo yo juzgar la actuación, en este caso, intransigente de la autoridad cuando sé que otras conductas verdaderamente graves, gravísimas, quedan sin sanción, cuando muchas empresas contaminantes siguen contaminando, cuando muchas centrales eléctricas y piscifactorías siguen mermando los caudales ecológicos, cuando el furtivo sigue ejerciendo despiadadamente su furtivismo? Las leyes de vedas siguen restringiendo, sobre todo, el uso de señuelos y el número de capturas permitido, con lo cual cabe pensar que no disponen de otros criterios de conservación, que carecen de la imaginación suficiente para habilitar otras actuaciones, que siguen ignorando la necesidad de, entre otras medidas, vigilar los ríos como se vigila el monte. Formo parte de un grupo numeroso de pescadores que ha denunciado por escrito cuantas circunstancias vengo exponiendo ante la Delegación de Medio ambiente de la provincia de Guadalajara. La respuesta no pudo ser más desalentadora, tanto que resultaría ocioso reproducirla aquí.
La gestión consorciada de los cotos de pesca es un sistema que ha dado y está dando excelentes resultados en la Comunidad aragonesa (hablo de lo que conozco). Pero es que además resulta ser una opción que la lógica deslinda sin ningún género de dudas: Parece obvio que la intervención de las sociedades de pescadores en la gestión de los cotos no sólo facilita el trabajo de la Administración, sino que beneficia las políticas de conservación y repoblación de la especie y el seguimiento, estudio y control de los ríos, de sus aguas, de su entorno. Basta con aplicar a esa lógica pura el criterio del interés del pescador (y, en consecuencia, su mayor implicación y ponderación) para aseverar su certeza y, por lo tanto, sugerir la generalización de este modo de administración de los ríos.
Y, ahora, una opinión bombosa, para que se me eche a los perros o, cuando menos, se me arrojen los ladridos de aquellos gozques que citaba Góngora contra sus enemigos literarios. Y digo: Que acaso sería bueno ir pensando en modificar, en cada caso, el régimen de los cotos y de los tramos de río “con muerte / sin muerte” sometiéndolos a una alternancia por períodos a determinar (tal vez períodos quinquenales). Estudios recientes (Enzo del Barco, en Argentina: Diametralidad de la conducta en la trucha “abyss”, 2004; Stephen McGregor, en Gran Bretaña: Conduct and Conductivity in the Stressed Trouts, 2005) han concluido por apuntar la estrecha relación existente entre reiteración, aprendizaje y oposición en la biogénesis de la trucha. Tanto Del Barco como McGregor han llegado a la misma conclusión en sus estudios sobre ejemplares diferenciados y en geografías opuestas, lo cual resulta muy significativo. Pero qué quiere decir eso de “reiteración, aprendizaje y oposición en la biogénesis de la trucha”; pues, en roman paladino, significa que las truchas, sometidas a un mismo condicionante pernicioso o negativo, no sólo lo aprenden, sino que eluden su respuesta y transmiten genéticamente esta conducta a su descendencia. Un ejemplo que todo pescador comprenderá en la práctica es que el uso reiterado de una determinada técnica de pesca y con un determinado señuelo (éste sería el “condicionante”) llega a ser “conocido” y sus efectos negativos (¿) “aprendidos” por las truchas; luego, rechazado y, por fin, transmitido biogenéticamente. Se trata, en consecuencia, de la más que sabida adaptación al medio como factor imperativo de la evolución. Nada raro, vamos.