martes, 18 de marzo de 2008

El lenguaje del río


M. Martínez Forega

Ocurre a veces (¿lo habéis observado?) que el simple movimiento de una rama, donde se esconde un mudo carbonerillo, es la señal que desencadena en el río toda una actividad hasta ese preciso instante impensable. Hoy quiero dirigirme a esos pescadores que se imbuyen del entorno, que se «ambientan», vamos; que observan cada detalle, cada giro de la brisa o doblez de los cálamos. Tantas veces el casi inapreciable ascenso o descenso de la temperatura nos ha jugado malas pasadas que uno debe ir acostumbrándose a que esos pequeños detalles no le pasen desapercibidos. ¿Os habéis fijado en cómo las libélulas permanecen pacienzudamente estáticas sobre los sargales y sobre las arrogantes higrófilas sobresaliendo del agua? ¿Y habéis visto cómo, de repente, su estatismo escultural se vuelve agitación y vuelo simultáneamente? Algo ha pasado en el río, desde luego. Son los síntomas, los signos, las señales del río, del ambiente del río. Una eclosión, sin duda, pero ¿dónde?, ¿de qué? Tantas veces lo ignoramos, tantas veces fracasamos, tantas veces la trucha, pese al menú, continúa en su sitio asolándose que no tenemos más remedio que ir haciendo acopio de estos rasgos vivos del río para traspasarlos al cajón de la memoria. Se nos olvida luego (a mí, por lo menos), pero acaso sea mejor así. Mi amigo Félix, sin embargo, observa esos signos y los interpreta dentro de una casuística que bien podría asemejarlo a las prácticas adivinatorias. El caso es que no suele errar y no sé cómo lo hace; no tengo su habilidad traductora. Si en pleno verano libélulas y caballitos del diablo nos advierten de que «algo» ocurrirá, en primavera y otoño son los andarríos y los arañeros los que nos «dicen» que otro «algo» va a suceder. Su actividad frenética, su vuelve y torna, sus perseverantes aterrizajes en las orillas o en las piedras del cauce sin que nuestra presencia les intimide son, por supuesto, otras tantas señales que el río nos lanza como reto a nuestra capacidad de interpretación. Otro amigo mío (Antonio) que, además de pescador, es poeta, me decía que cuando escuchaba trinar a los pájaros las truchas picaban. Ello sucedía tras un silencio ambiental sólo perceptible cuando uno reparaba en el estruendo repentino de los trinos. Nunca pude contrastar su afirmación, pero seguro que él sí le encontraba sentido. «El Rada», otro buen amigo, pescador ribereño finísimo, sólo tenía que comprobar con sus manos la temperatura del rocío matinal para saber si merecía la pena ponerse a pescar o dejarlo para más tarde. En tales circunstancias, más de una vez he hecho yo el pardillo intentando sacarle una trucha al agua mientras él llenaba su talego de caracoles; y, cuando yo ya estaba cansado y frustrado, «El Rada» cogía su caña, lanzaba la cucharilla y ¡zas! trucha al canto. «El Rada» traducía a las mil maravillas ese signo del río, río vivo y de mil caras; a él, una de ellas, al menos, no se le despintaba. Otro colega era más explícito en esto de interpretar las señales, y se adentraba en las oscuridades de sus misterios de manera decidida. Su operación consistía en meterse en el agua, acercarse hasta los tallos hundidos de los cañaverales y deslizar las manos de abajo a arriba sobre un manojo; luego observaba lo que había en sus palmas y actuaba en consecuencia; a veces, ni siquiera actuaba. Le bastaba comprobar qué bichos o qué otra cosa quedaban adheridos para ponerse o no a pescar. Confieso que nunca supe ni pude traducir ese signo oculto (debía de ser secretísimo), entre otras cosas, porque, siempre que le preguntaba sobre ello a Daniel ―que así se llama el colega―, se limitaba a responder: «cosas mías». Y también confieso que, aun apercibiéndome de muchos de esos síntomas vitales del entorno natural, jamás pude darles un significado correcto, seguramente porque deben de ser pocos lo que saben hacerlo. He citado a Félix, a Antonio, a "El Rada" y a Daniel porque son cuatro de los especiales traductores de signos que yo conozco. Habrá otros, seguro; pero estoy convencido de que somos muchos los incapaces, y otros muchos más los que ni siquiera se enteran de que el río vive y se manifiesta de muchas maneras, y nos habla con su lenguaje, un lenguaje que sólo unos pocos comprenden.

Los hilos de "El Rastro"


M. Martínez Forega

El debate sigue vivo: ¿moscas exactas o moscas de conjunto?, ¿realismo o impresionismo? ¿insecto fingidor, como Pessoa afirmaba que eran los poetas, o zarrapastro?, ¿analogía o semejanza? Como un marrajo tirando tornillazos he arremetido contra la superespecialización pueril del pescador petulante sin que chicuelinas, quiebros en banderillas, verónicas o quites en los medios hayan mellado (aún) mi estrabismo taurómaco (y no soy, claro es, Jean-Paul Sartre, que algo podría haber dicho sobre eso del fingir mirando, ni Baltasar Gracián, que dijo ―y mucho― sobre el particular). Pero «a lo que íbamos» ―como Ortega y Gasset gustaba decir―: el fingidor necesita una superación de sí mismo que debe ir más allá incluso de su propia voluntad si no quiere ser pillado en su cojera y en su ceguera. Digo esto porque la mosca fingida representa un admirable trabajo no ya artesanal, sino artístico incluso, y me confieso profundo y sincero admirador de esos artistas capaces de elevar a tal categoría su habilidad con materiales que tantas veces superan con creces los dictados del convencionalismo y fabrican en el tornillo réplicas tan hermosas y en el agua tan efectivas. Pero la experiencia me ha demostrado, hasta ahora, al menos, que tales modelos no son ni más ni menos eficaces que los otros, los «desclasados». Y lo que no soporto no es el rap (como canta Sabina rapeando), sino a aquellos que dictan por su boca sentencias del tipo «con esa mosca no tienes nada que hacer» o, «si quieres pescar aquí, has de poner ésta, ésa o aquélla» (y te muestran unas cajas esplendorosas en las que no cabe ni un «chochín»). No voy a insistir en los proverbios que en cada río imperan como axiomas perfectamente reconocibles cuando uno se llega hasta ellos, ni de sus especificidades entomológicas, tan evidentes. Sin embargo, sí quiero decir que lo obvio resulta ser, pese a quien pese, la excepción. Afortunadamente, la pesca no es ninguna ciencia exacta, y quien ―como yo, con afán voluntarista e ingenuo― se haya molestado en elaborar estadísticas durante algunos años asignando parámetros climatológicos, estacionales, picos de actividad, presiones, temperaturas… habrá llegado a concluir lo mismo: llevados todos esos factores a una gráfica lineal, no es posible extraer ninguna tendencia; la línea aparece como el filo de una sierra, repleta de dientes y hendiduras. ¡Pues menos mal! Así que aquellas sentencias engreídas (pronunciadas con la deducible mejor intención) caen por su propio peso. Los matices que provienen de las múltiples conversaciones con los colegas en los ríos, en las tabernas o en los encuentros amistosos abundan en este criterio de anormalidad en el comportamiento biológico de la trucha, lo cual presume y explicita el atractivo de su pesca. Y lo que es más cierto aún, repito: lo normal es, precisamente, lo anormal; la excepción es la pauta. Sugerir, no dictar; asesorar, no aseverar es lo que remite a la inteligencia en ambas superficies: en la del río y en la cortical. Pues se sabe que muchos de los defensores a ultranza de la exactitud de los modelos llevan aquellas frases colgadas como tijericas y te las arrojan a los ojos con una suficiencia absolutamente baladí.
He fabricado moscas con excepcionales resultados tanto en los ríos pirenaicos como en los de la Sierra de Molina, y en el Tajo, y en el Pitarque y el Guadalope en Teruel, y ninguna de ellas respondía a la analogía de sus originales; eran moscas, así, a secas; tal vez semejaran pontamántidas, o cualquiera de las subespecies conocidas de ephemerópteros o de tricópteros, o quién sabe, algún menoscabado díptero de los guanos. En su elaboración no he empleado ninguna seda Gütermann, sino hilos de costura de tonos convencionales para estos casos adquiridos en «El Rastro» de Zaragoza (diez bobinas de mil metros por 1 €); las he hecho flotar o sumergirse, según las circunstancias, a base de todo. ¿Por qué un monstruo que no se parece a nada (ni siquiera a una «fantástica») pesca con la misma eficacia en julio en La Vallée de l’Aspe y en el Alto Gállego como en septiembre en Peralejos? Y digo que «p-e-s-c-a» con todas las letras; es decir, que lo hace «al agua» y en las cebadas; nada de una subida esporádica o azarosa; antes al contrario, la toma es absolutamente natural, frecuente, pausada, con dinámica regular en aguas calmas. Y tantas veces lo he comprobado así que no puedo por más que dejar constancia escrita de este fenómeno que la lógica de la pesca (mientras no acentuemos con más veraz conciencia su ilógica) señalaría como anómalo. Éste y otros cuantos montajes se han comportado de manera semejante y en diversas fisonomías y condiciones, con lo cual cabe pensar que las anomalías comunes de todo pescador conocidas, esas que tantas veces ponen en duda nuestra pericia, o extienden un manto de incredulidad sobre nuestras certezas, las que desmienten la pauta biológica o estacional de la trucha; las anomalías, en fin, que hemos recogido y vamos recogiendo en la talega de nuestra experiencia, se hacen un nudo, se enreligan en bucles y vicios rizosos y atentan contra la estabilidad de nuestras convicciones. A esos irregulares discursos pertenece el ataque de la trucha a una «cosa» que la atrae asiduamente (y es éste el adverbio distintivo fundamental) sin mosquearla.
Espero que no se avance más de lo que se ha hecho respecto al estudio de la morfología óptica de la trucha, ni en el resto de sus aspectos ortofuncionales y podamos así seguir gozando, con aquellos insectos heterodoxos, de capturas sorprendentes fruto de una suerte de inventiva que, como modesta pátina de divinidad, tiñe nuestra iniciativa creadora. ¿Cabe mayor satisfacción?

Elogio de la cucharila

M. Martínez Forega

Silencio sobrecogedor. El rocío prende en la vegetación y pende de sus hojas. Cualquier paso, aun leve, desencadena una lluvia ligera y fresca que cae divina desde árboles y arbustos. Es hora de lavarse la cara con esa agua limpia, prístina. Es la hora del alba. La fauna nocturna se ha escondido, pero esos brevísimos segundos, hasta que escuchamos el primer trino desperezador de la fauna diurna, nos ha encogido el corazón con su mutismo natural, sobrenatural casi. Sube la temperatura un par de grados, suficientes para que el cejo se levante y se convierta en la brumilla sedosa e irisada que apenas unos minutos antes era colcha, sábana neutra e incolora cubriendo la flora y el agua. También el corazón pesca, y los sentidos.
Esa hora es la hora de la cucharilla (de la «cucharita», como se llamó hasta finales de los años 50). Mi generación aprendió a tender sobre la mano la hermosura de la trucha a tirones de cucharilla o a tentones de draga o de lombriz. Aunque a mí, particularmente, en seguida me atrajo la agilidad de la cucharilla, la comunión directa con su movilidad y el recorrido de grandes distancias por las orillas entreveradas de gateras y vadeos superficiales. Y no he dejado esta práctica, que, ocasionalmente, sigo ejerciendo con menos énfasis físico, pero con no menos hincapié emocional. Aquellas canículas de julio, en el centro del día, cuando abrumaba la sed y se aguantaba el hambre sujetos todos los latidos a la sorpresa de los grandes ejemplares, tampoco acaba de borrarse de mi memoria.
Soy de los que piensan que las técnicas de pesca están íntimamente ligadas al carácter y resulta impertinente, cuando no despreciable, colgar sambenitos a quienes se aplican a cada una de ellas sin tener en cuenta esta circunstancia. La peor parada de todas es precisamente la de la cucharilla. Pese a que su práctica sigue siendo la más estandarizada y constituye la base del aprendizaje de nuevas generaciones de pescadores (también soy de los que creen que la difusión de este deporte entre la adolescencia marginaría muchas horas de «botellones» y muchas otras de videojuegos y de cuelgues internáuticos). Sin embargo, debido a un prurito puramente magalómano, se ha introducido entre ciertos pescadores un concepto de «clase» que tiende a considerar la cucharilla como una técnica marginal o que debiera marginarse. Esta actitud —salvo las oportunas excepciones propias de espíritus abiertos, de horizontal mirada— se ha extendido, sobre todo, entre algunos de los practicantes de «cola de rata» (que mi maestro Fortunato llamaba más afortunadamente «látigo»). Me refiero a ese grupo disperso de pescadores a los que parece que les asiste una revelación testifical permanente que pone en evidencia la infalibilidad y superioridad de su técnica sobre todas las demás y que, por supuesto, alcanza el grado ex cathedra (que eso es lo que significa este latinajo: «de manera infalible»), hasta el punto de que vienen designando con el despectivo término de «chatarreros» a los aficionados a la cucharilla. Semejante postura sólo puede provenir de una explícita descalificación (?) que denuncia una peor actitud clasista, y no valen aquí los paños calientes que suelen señalar a estos calificativos como «cariñosos», pues proceden de una convicción profunda de todo lo contrario. Y estamos juzgando la pesca con cucharilla de un solo anzuelo «muerto», cuando ya se ha dulcificado su agresividad original y se ejerce la suelta de la captura. La marginación también alcanza a los pescadores de mosca ahogada (a los que se distingue «cariñosamente» con el adjetivo «peloteros», pero ya hablaremos otro día de estadísticas). Asistimos, por lo tanto, a un empeño por construir, dentro de la pesca, una especie de stablishment técnico compuesto por aquella minoría (insisto en la minoría, porque es, aunque escandalosa, una minoría entre los pescadores de «seca») que pretende fundar una clase high standing perfectamente diferenciada. Vélez de Guevara, por boca de El Diablo Cojuelo, definía a este tipo de personas como aquellas que miran «con la barba sobre el hombro». Y, en efecto, más parecen dedicadas al pilotaje de aeronaves que sencillos pescadores imbuidos de emociones. Salen de su boca palabrejas aprendidas de memoria en los manuales, arrumbándoseles los labios por seguiriyas a la vez que enarcan las cejas en un grave gesto de cómplice entendimiento mientras dejan apoyados en la pared de los comedores públicos sus tubos de aluminio para disipar cualquier duda acerca de su calidad distintiva: moi voici! (¡aquí estoy yo!, quiero decir).
A mí, de vez en cuando, me gusta cantar por mañanitas (esto es, como un «cantamañanas», epíteto que hago mío porque me lo asignó un amigo al que me encontraba cada amanecer cuando yo salía de casa a pescar «con cucharilla» y él entraba de medio lao a dormir sin encontrar la luz... ¡ni la cama!) y no echar mano necesariamente (aunque también) de la poly wing o de la ninfita a la deriva. Prefiero caminar, hacer largos recorridos acompañado de la nerviosa intensidad del lance rápido: aquí, allá, frontal, paralelo, diagonal, en las posturas y en los terrenos insospechados, tentar con lentitud a las truchas asoladas, hacer surgir de su amago a la trucha entoperada... Verter sobre el agua esa dosis de instinto virtual que la trucha necesita para imprimir al ataque su velocidad y fortaleza mayúsculas y reales. Y esto sólo lo consigue la pesca con cucharilla, que tiene una ventaja añadida para el pescador emotivo; no otra que la posibilidad de apreciar la diversa fisonomía del río, sus hechuras cambiantes a lo largo, a lo ancho y a lo alto, adaptarme a varios de sus perfiles y no solamente a uno.
Huyo así, de cuando en cuando, de la gratuita intelectualización de la pesca à la sèche, de sus monocordes escenarios. Me niego —me he negado siempre— a abandonar de forma definitiva la cucharilla, del mismo modo que he rehusado dejar al desgaire del olvido la mosca ahogada. Que no es el mismo olvido con el que tildaríamos a esa minoría tan fashion, disciplinada en el diseño, pero casi con toda probabilidad desconocedora de que su exclusivista preferencia fue práctica natural sin alharacas del pueblo ribereño, y que el renegado neoclasicista Diego de Torres Villarroel de él aprendió su práctica, y que el poeta Francis Jammes consumó su perfección aleccionado por las enseñanzas de aquel pueblo, y que los estadistas Lloyd George, François Lebrun, Winston Churchill o Franklin D. Roosevelt debieron, muy sensatamente, acudir a la didáctica (ésta, sí, infalible) de aquel pueblo de las riberas, naturalmente sabio, sin el artificio de la imagen que para aquellos (entre otros) descreídos «mosqueros» creó —eso sí, con todo el cariño— nuestro barroco: «asnos con cascabeles». Robert Altman, excelso bluesbreaker, muerto prematuramente en accidente de tráfico, siempre incluía en alguna parte del grafismo de sus discos (incluso en uno fue la portada) una fotografía suya pescando truchas «con cucharilla».
Decían los clásicos griegos, más decididamente el célebre Olpiano, que «la revelación del arte de la pesca fue uno de los regalos más excelsos que los dioses concedieron a los hombres».
Dentro de ese arte, la cucharilla fue vanguardia. Y añado: sé que todo sabio gana cada día un enemigo.

La movida del Alto Tajo en Peralejos de las Truchas

M. Martínez Forega

Junio de 1969: Un niño de doce años “trinca” una trucha de 3 kgs. en el “Pozo de los Carbones” (esa zona forma parte hoy del coto “con muerte” en Peralejos de las Truchas). Julio de 1974: un colega captura en “Las Juntas” once truchas que, en conjunto, pesan 16 kgs. Mayo de 1978: yo mismo “clavo” una hembra de 3,5 kgs. en el “Puente del Martinete”. Se trata de hechos excepcionales y aislados (o no tan aislados, porque acontecimientos de esta o parecida clase se sucedían con alguna frecuencia); pero se trata, sobre todo, de hechos contrastables, tres sucesos que, aun conteniendo la hipérbole que los asemejaría a los relatos comunes propios de un incorregible pescador narcisista (se sabe que la trucha es el único animal que crece después de muerto), son, con todas las letras, CIERTOS. Puedo asegurarlo por cuanto yo mismo asistí como testigo de excepción.
En el año 2002 apareció un libro en torno a las experiencias personales de un grupo de pescadores— asiduos ejercientes en estos parajes del Alto Tajo— titulado Todo es posible en Peralejos (de las Truchas). El autor, seguramente atrapado por su pasado idílico, no dudó al redactar en presente ese epígrafe titular. Yo estaría más bien de acuerdo con que todo era posible en Peralejos de las Truchas. Era posible por lo que cito en el primer párrafo y porque, con los naturales altibajos que todo río sufre, todavía era posible (hasta allá por finales de los ochenta y principios de los noventa), llegarse hasta el Tajo y pasar un día de pesca extraordinario. He pescado el Tajo desde la cabecera del Hozseca hasta Buenafuente durante treinta y cinco años (y sigo haciéndolo, claro: redacto este texto desde una habitación cuya galería da al suroeste, apuntando directamente a la “Tabla del Águila”), así que confío en que el lector dará un mínimo margen de confianza a mis palabras, y lo ampliarán quienes hayan experimentado con alguna frecuencia la pesca en este entorno. Entre éstos cobrará más crédito aún el juicio general, y acertado, que sanciona al Tajo como un río “raro”, un río extravagante, capaz de ofrecer lo mejor y lo peor de sus tesoros. Bastaba ir un día para repudiarlo eternamente, y otro día era suficiente para no olvidarlo jamás. Éste era uno de sus irresistibles atractivos: su comportamiento desconcertante. Era el Tajo un río elegante, aunque, por encima de cualquier otra condición, era, a pesar de todo, un río generoso, profuso en su ofrecimiento, munífico (perdón), como habría dicho engolada pero acertadamente Gerald Brenan (excelentísimo pescador hispanizado). Y sigue, pese a esa gutural tajante que lo parte, conservando su elegancia; no ha perdido ni un ápice de su estilo: pajaritas y pajarillos por doquier; viste terno verde y ocre, a veces salpicados de botones amarillos o rúbeos gemelos, y permanece atento a la correcta disposición ornamental de sus complementos: caballitos del diablo, andarríos, moras, arañeros, té, helechos, nutrias, espigas de David, su perfume vario y seductor... y, cómo no, sus esplendorosas eclosiones semejantes a fuegos artificiales. Sin embargo, se ha convertido en un río tacaño y su fruncido entrecejo muestra su disconformidad con la mala vida que le estamos dando, con los expolios que venimos ejerciendo desde hace algunos años y que siguen sucediéndose sin parar. Le hemos robado incluso lo que guardaba como reserva en el trastero. Bien, es tal vez un símil forzado, pero lo veo así, debería decir que la inmensa mayoría lo vemos así, eso al menos he podido colegir de nuestras conversaciones habituales o espontáneas, de las azarosas o de las sometidas a expresa consulta: “este río ya no es lo que era”; “ya no vuelvo más”; “¡qué lástima!”, “habrá que poner remedio”, etc., etc., etc. Y yo me he propuesto, sin conseguirlo, emularlo con las palabras de Aute: “De alguna manera tendré que olvidarte” (muchos otros ya lo han hecho).
Esta situación es extrapolable a otros muchos ríos españoles, es cierto, pero ¿debemos aceptarlo a
sí, con absoluta naturalidad, como si ello fuera un estadio lógico de su evolución hacia el irremediable deterioro, como si debiéramos admitir el destino de los ríos en su más dramático sentido de fatum, de fatalidad inexorable? Antes al contrario, se trata de algo que nunca debió ocurrir y, si existe todavía la más remota posibilidad de que no suceda en otros territorios, debemos ponernos manos a la obra. Sin ningún pudor ha de afirmarse que un altísimo porcentaje de culpa es atribuible a las Administraciones. El Alto Tajo ha entrado en coma, pero muchos creemos que no es un coma irreversible. Para llegar a esta situación varios factores han intervenido negativamente. Comencemos por decir que se trata de una zona del río exenta de industrias contaminantes y cuyos vertidos domésticos pueden considerarse, a este respecto, despreciables; por consiguiente, hay que acudir a otras causas para explicarla, y, entre ellas, no es menuda la ambigua práctica de la “pesca científica” que para sí guarda la Administración. Como todo el mundo sabe, esta práctica, hoy por hoy, consiste, lisa y llanamente, en electrocutar a las truchas, capturarlas a porrillo y llevárselas a no se sabe dónde (oír, se oye de todo y, cuando el río suena...). Por lo tanto, además de someter a las truchas a tortura (mucho mayor que la que le endilga un anzuelo “muerto” disfrazado de ignita), tiene como “benéfica” y dudosísima finalidad desnudar a un santo para vestir a otro o a otros y, encima, sin contraprestación: el santo desnudo, desnudo queda, para su vergüenza y tiritando. De los verdaderos beneficios de tal estrategia no dudamos si cumple efectiva y eficazmente su objetivo; la impresión, por contra, es bien distinta y andamos con la mosca detrás de la oreja desde hace ya mucho tiempo sencillamente porque se observa un importantísimo descenso de la población de truchas paralelo al progresivo incremento de la “pesca” con electrodos. ¿Dónde van tantísimos reproductores?, ¿cuántos se necesitan?, ¿son sólo reproductores los que se trasladan en las cisternas?; si disponen de la autorización pertinente, ¿por qué se esconden atemorizados los técnicos que llevan a cabo esa tarea?, ¿qué irregularidad, en ese caso, tratan de ocultar? Muchas son las preguntas sin respuesta. Si no es una broma, es una agresión en toda regla bajo patente de corso del Administrador, una redada periódica: ¡Vaya movida! De lo que no tenemos ninguna duda es de que, si el fin y mejor propósito —que compartimos— de la pesca científica consiste en conservar ejemplares fario genéticamente puros y obtener alevines de la misma consecuente pureza, no tiene ningún sentido guardarlos en un acuario por muy científico que éste sea. ¿Por qué, pues, esa descendencia incólume no revierte a su origen, donde alcanzó su cima biogenética, en una suerte de migración aunque sea también científica? ¿O es que tal vez su destino es otros ríos, otras zonas, otros lugares que no se me ocurre citar? Si se llevan además a cabo estudios sobre la densidad de la población truchera (los últimos deben de ser catastróficos), grado de madurez y ciclos de crecimiento, afecciones patológicas, morfología... ¿por qué no se hacen públicos de oficio para tomar buena nota sobre el efecto real de nuestra propia conducta?, ¿por qué, además del de Uña, en Cuenca, no se crea un centro de investigación ictiológica anejo al Parque Natural, dada la trascendencia de esta reserva? La Sociedad de Pescadores “Río Gallo” de Molina de Aragón, con su presidente José Villanueva a la cabeza, viene desde hace tiempo reclamándolo en la localidad de Corduente, que ya dispone de infraestructura mínima para su creación. ¿Qué pasa en el Alto Tajo?, me pregunto, nos preguntamos. Si se trata de estudios científicos, reglados, curriculares, por así decir, ¿por qué no se informa de su metodología, sistemática y resultados a las autoridades de los municipios con intereses en el Parque Natural? ¿Es que son, por analogía, Alto Secreto? Yo creo que, a causa de su enajenación, se les ha ido el salto al cieno.
Otro motivo concluyente es sin dudarlo la preocupante falta de guardería en el río. Nadie vigila. Tanto los cotos como los tramos libres se abandonaron hace años a su suerte, y es bien mala, por cierto. Semejante galvana administrativa propicia la tercera causa determinante: el furtivismo y su paulatino aumento. Fiado el furtivo en la seguridad de que no será sorprendido, su conducta se ha convertido en hábito porque ha perdido el grado de clandestinidad y la carga de inquietud e inseguridad a las que le sometía la presencia disuasoria del guarda, del SEPRONA o de la Guardia Civil; una situación que le viene al furtivo como dedillo al ano. Parece lógico, además, que, por ello mismo, las estrategias del pescador furtivo hayan ganado en frecuencia, perversidad y agresividad, de tal modo que no es raro toparse con restos de “durmientes” en determinadas zonas del río; o con una colección completa de rappalas colgadas de las sargas de las orillas; o con la desaparición, de la noche a la mañana, de una grandiosa trucha que en pleno mes de enero guardaba celosamente su freza en los guijarros de la cola del pozo; o con las linternas de los “hilanderos” nocturnos allá arriba, en la presa del Hozseca o en “Las Juntas”; o con el furtivo mismo, quien, con arrogancia incluso, pasa de ti como de la m... Un pescador que ha pagado su permiso a alto precio encontrará desde luego más que impertinente encontrarse con el intruso o saber (porque llega a saberlo) de las agresiones que sufre el coto al que ha ido con el ingenuo deseo de pasar un buen rato, y echará en falta la vigilancia de ese coto que paga religiosamente por adelantado sin que se le provea de lo elemental. La Administración, no obstante, se lo expide a sabiendas de que no cumple con ese servicio básico, y, además de básico, imperativo. Desde luego no está de más evidenciar la indolencia, la hipocresía y el propósito puramente recaudatorio de la Administración, porque los hechos la denuncian sin paliativos. Durante los años que citaba en el primer e hiperbólico párrafo, el tramo del Tajo que hoy comprende los cotos “sin muerte” y “con muerte” de Peralejos era libre; era libre también la zona de baja montaña, con excepción del “Coto de Zaorejas” (cinco kilómetros aguas arriba desde el “Puente de San Pedro”, que se liberó más tarde para constituir el “Coto de Poveda”); la veda se abría el 19 de marzo para la baja montaña (quince días antes de lo que se hace hoy); durante toda la temporada de alta montaña, desde mayo a septiembre (pero sobre todo en junio), Peralejos era literalmente tomado por los pescadores; estaban permitidas todas las técnicas y todos los cebos, incluso la hueva de salmón; el sentido depredador suplantaba por entonces al puramente deportivo y se permitía la captura de hasta 25 ejemplares cuya medida mínima era 19 cms. Pese a todos estos datos que a muchos les parecerán hoy escandalosos, el río era un auténtico y continuado carnaval de truchas, una olla en permanente hervor: cebadas antológicas, picadas que impulsaban el ánimo hasta el éxtasis: monstruos que te “partían” en un pis-pas para fugarse aturdidos, ataques inverosímiles a la mosca desde veinte metros procedentes de truchas invisibles, capturas heroicas con el agua hasta el cuello. Todo ello conformaba luego un tráfago verbal, cruzado, entusiasta que se vertía en los comedores de “Casa Pura” o en la “Fonda de Fidel”, o en la “Pensión De Segura”. La fama del paraíso truchero peralejense no era, pues, gratuita, y además era cierta y comprobable. Pero, ¡voilà!: entonces no se practicaba la “pesca científica” y había cinco guardas (Eleuterio y Emilio en Peralejos; Ricardo en Molina; Pedro y Valeriano en Zaorejas y Antonio en Poveda), y en cualquier momento podías encontrarte con los agentes de la Guardia Civil o del antiguo I.C.O.N.A. Entre todos se distribuían la vigilancia del río desde Zaorejas (diez kilómetros aguas abajo desde el “Puente San Pedro”) hasta “La Herrería” (catorce kilómetros aguas arriba desde Peralejos); estamos hablando de más de 50 kms. de río Tajo, a los que había que añadir los correspondientes a los ríos Gallo, Cabrillas, Bullones y Arandilla. Cumplían su tarea con una exhaustividad y esfuerzo modélicos. Claro que había furtivos, pero los pillaban.
Y he aquí que Peralejos continúa sin industrias contaminantes, que los vertidos domésticos, si antes eran insignificantes, hoy lo son menos o parecidos al haber descendido su población; ni con mucho nos reunimos a lo largo de la temporada el mismo número de pescadores que lo hacían en la década de los setenta y hasta mediados de los ochenta (y cada vez somos menos); el número de capturas permitido (donde están permitidas) se ha reducido a tres; la medida mínima se ha aumentado hasta los 24 cms.; se ha mantenido o incrementado el número de cotos, algunos de ellos en régimen de captura y suelta y bajo este mismo régimen se administran otros tramos libres del río; se ha prohibido el cebo natural y el pez artificial y se ha reducido a un único anzuelo la potera tradicional de la cucharilla; se ha impuesto por fin y afortunadamente el criterio deportivo de la pesca casi de manera general, de modo que las capturas se devuelven al agua. Entonces, ¡¿dónde c... están las truchas?! Es la Administración quien tiene las respuestas, sin duda, pero las guarda en absoluto secreto o las mantiene con acceso restringido o especializado mientras se dedica a tirar balones fuera redactando leyes de vedas que apuntan como dardos al pescador, a la sistemática restricción de su movilidad en el río. Y tales leyes, siempre prohibitivas, jamás creativas, no podemos sino traducirlas como una implícita acusación dirigida al pescador deportivo, como si éste fuera finalmente (aunque una brevísima reflexión nos disuada de lo contrario) el culpable de la degradación de los ríos. ¿Falta de imaginación? Por supuesto; pero también una política, por muchos motivos falazmente conservacionista, que no puede ser sino ideada por agentes técnicos que ven los ríos, cuando los miran, en los mapas, pintaditos de azul. ¿O es que acaso pasan de todo para no pasar de moda?
Que conste que algunas de las preocupaciones aquí expuestas fueron remitidas por escrito a los Servicios Administrativos pertinentes y que su respuesta fue un mero acuse de recibo; algo ocioso, vamos. Y que otras prácticas relativas al uso de los caudales del río están denunciadas ante los Tribunales.
Que conste que la preocupación social de las autoridades municipales de Peralejos por la situación que sufre el río Tajo y la merma en la economía que consecuentemente ha supuesto, fue también comunicada a las Administraciones competentes. ¿Su respuesta?
Que conste, por fin, que podrían debatirse con matizador detenimiento esas y otras cuestiones y que la inapreciable experiencia de los pescadores y de las Sociedades en las que aúnan sus criterios, acumulada durante muchos años, debería ser considerada con la justeza e interés que sugiere. Al fin y al cabo, somos ciudadanos administrados, pero con los impuestos que cedemos a los administradores, y la parte correspondiente a este asunto, por escasa que sea, no la vemos invertida por ninguna parte. Tenemos ideas, ¡faltaría más! Sin embargo, se extiende con penosa reiteración y catastróficas consecuencias el ejercicio de una política fluvial y piscícola reveladora de un discurso al más puro estilo despótico-ilustrado: “’Todo’ para el pueblo pero sin el pueblo”.
Una última pregunta: ¿Será necesario tomar otra Bastilla? Respuesta: ¿es broma?

Ética contra corriente

M. Martínez Forega

Bajo los lemas “Alto Tajo, siempre vivo” y “Sobran Presas; faltan Ríos Vivos” ha celebrado la Asociación AEMS-Ríos con Vida sus XXVIII Jornadas en Peralejos de las Truchas durante los días 28 de junio al 1 de julio. Conversé con su Secretario General, César Rodríguez Ruiz, y, con la calma de quien sabe lo que lleva entre manos, me puso al corriente de su ¿ética? Sí, podemos sin rubor llamarla así: una filosofía de la conducta, un código, la asunción de unos principios inalienables que verter sobre la consideración de los ríos como espacios vivos, como hontanares de fertilidad natural. Me temo que no está muy extendido el conocimiento de las actividades de esta Asociación de voluntarios que, además de ser pescadores sobre todas las cosas (pescadores a mosca), prolongan su pasión y sus preocupaciones hasta más allá de la simple práctica lúdica. Me temo que ello sea debido a un prejuicio que recela y rechaza el asociacionismo de los pescadores; o tal vez se deba a que esta práctica haya desembocado en la consideración de que sus propuestas son extremas, radicales. Y yo me pregunto: ¿es que no hay que ser extremados, radicales, en la defensa de los ríos? Pues tal y como están las cosas, por supuesto que sí; hay que ser radicales. Yo creo que el pescador que ha oído las campanas de la AEMS piensa que la finalidad de su “política” es radicalmente contraria a la inveterada y adolescente costumbre de la captura como trofeo personal; y esto, además de ser hoy un pretexto residual, es cierto sólo a medias. Pero, claro, esa costumbre de llevarse el pez a casa, aunque no haya sido ni mucho menos el factor más dañino en la conservación de las especies, ahora, unido a otras agresiones más serias, contribuye negativamente a esa conservación. Aunque, ciertamente, lo que más nos tememos es que la hipotética malversación crítica de las prácticas de la AEMS se debe, en sustancia, a una todavía general incultura ecológica (y eso que, en este aspecto, se ha avanzado mucho), a la falta de penetración en las conciencias de que los ríos no deben ser ya basureros ni cloacas, a que sus faunas no son inagotables y que una práctica civilizada aconseja protegerlas por todos los medios. César Rodríguez (y Félix Fernández Carrasco, que se unió a la conversación) conoce muy bien aspectos que a la generalidad de los pescadores se nos escapan; conoce muy bien la hidrografía española, habla con soltura de ictiología, de hidrología, de entomología, de deforestación. Me dice que en España existen más de 1.300 grandes presas y en torno a 1.100 minicentrales hidroeléctricas; que las malas prácticas de quienes gestionan estos recursos constituyen no ya amenazas, sino ataques directos a la supervivencia de los peces y de su entorno exterior, porque no respetan un régimen ecológico y desvirtúan la fisonomía de los cauces mediante fluctuaciones extremas de su caudal. La AEMS ha denunciado estas malas prácticas, las ha llevado a los tribunales de justicia, ha roto una lanza a favor de los pescadores puramente epicúreos. La AEMS asesora y sugiere acciones a algunas Administraciones; éstas, sin embargo, a veces no, y a veces tampoco, no pueden o no quieren ponerlas en práctica; no pueden o no quieren poner en tela de juicio esa mala gestión hasta donde es posible hacerlo. Las Confederaciones Hidrográficas son también responsables, pero no se responsabilizan: no inspeccionan o inspeccionan poco y el asunto se les va de las manos. Vertidos ilegales, mortandades masivas de fauna piscícola no son, por otra parte, motivo, sino puntual, del interés de los medios de comunicación. Son muchos, desde luego, los frentes que todos los pescadores deberíamos atacar. Con independencia de la naturalidad de los ciclos climáticos que afecta también al estado de los ríos (hecho no soslayado por César), hay otros agentes agresivos externos que se unen a la generalizada devaluación de los ríos españoles. La deforestación industrial tiene mucho que ver en ello, pues los aportes de tierra y otros materiales al lecho del río ya no son los mismos en cantidad ni en calidad; estos aportes inducidos o forzados, sobre todo en los cursos altos, llegan en muchos casos a colmatar el lecho y, en consecuencia, tienen un efecto devastador sobre el régimen metamórfico de los insectos acuáticos, la freza y el crecimiento de los peces.
La AEMS acepta de plano el calificativo de conservacionista, y mantiene la tesis de que son los ríos los que han de ser protegidos. Protegiendo los ríos de las agresiones citadas, llamando la atención a las Administraciones sobre su guardería (vigilancia rigurosa del furtivismo), sobre su implicación prioritaria en actuaciones de inspección, de reparación y de rectificación, aunando y coordinando políticas de conservación comunes a la Administración estatal y autonómica, corregir los defectos de control sobre la introducción de especies invasoras (quién no recuerda la catástrofe de nuestro cangrejo autóctono), los ríos pueden recuperarse de su deterioro. Conservar el río es el asunto prioritario, y para conservar el río no es necesario ni oportuno reponer los peces que han desaparecido. La AEMS no es partidaria de centros ictiogénicos cuya finalidad sea obtener ejemplares sustitutivos de los salvajes. Funda su oposición en la degradación genética que ello supone, en la desvirtuación de la adaptación al medio y, por tanto, en la quiebra del desarrollo de la selección natural. ¿Cuántos pescadores apoyarían hoy estos planteamientos teóricos? Pocos, muy pocos, aunque se les presentaran estudios pormenorizados cuyos concluyentes resultados fueran esos.
No caben aquí todos los matices del debate, todos los lados de la argumentación. Pero los aquí expuestos creo que bastan para iniciar otros, para, cuando menos, reflexionar sobre lo que debemos y no debemos hacer. Yo le agradezco a César Rodríguez Ruiz su sinceridad y su deferencia. Estoy de acuerdo con él en casi todo. De lo que no tengo ninguna duda es de la absoluta necesidad de considerar el río como el principalísimo asunto.
Otro día hablaríamos de aspectos más próximos a la técnica, a la pesca propiamente dicha. Ambos quedamos emplazados para ese fin, como aquel rey Alfonso castellano.